Desde el momento en que el avión tocó tierra en Roma, supe que este viaje sería especial. No solo porque estábamos en una de las ciudades más hermosas del mundo, sino porque, por primera vez en años, María y yo viajábamos solos. Sin niños, sin rutinas, sin interrupciones. Solo nosotros dos, como aquella primera vez, cuando nos prometimos amor eterno y nos escapamos al mar en nuestra luna de miel.
El primer día, después de dejar las maletas en el hotel, nos lanzamos a recorrer la ciudad sin mapas ni prisas. Caminamos por calles adoquinadas, envueltos en el murmullo de la historia, con cada esquina revelando una nueva maravilla. La Fontana di Trevi nos recibió con su esplendor, y entre risas, seguimos la tradición: lanzamos una moneda al agua, deseando que este viaje nos regalara momentos inolvidables.
El Coliseo, imponente y eterno, nos recordó que el tiempo deja huellas, pero la grandeza permanece. María me miró y sonrió, como si entendiera lo que yo pensaba: nuestro amor, como aquellas piedras milenarias, había resistido el paso de los años y seguía firme, con nuevas historias que contar.
Las noches en Roma tenían una magia especial. Cenas a la luz de las velas en pequeñas trattorias escondidas, copas de vino tinto brindando por nuestra historia, paseos por el Trastevere con la brisa templada acariciándonos la piel. Nos tomamos de la mano como si fuera la primera vez, redescubriéndonos entre susurros y miradas cómplices.
Uno de los momentos más especiales fue al atardecer, en la escalinata de la Plaza de España. Sentados allí, con el cielo pintado de tonos dorados y el sonido lejano de un violinista callejero, entendimos que este viaje no era solo turismo, era un reencuentro. Un recordatorio de que, entre la vorágine del día a día, aún éramos aquellos dos enamorados que un día soñaron con recorrer el mundo juntos.
Cuando llegó la hora de regresar, nos llevamos más que fotos y souvenirs. Nos llevamos la certeza de que, a pesar del tiempo, del trabajo, de los hijos y de la rutina, siempre podemos volver a encontrarnos. Porque el amor, como Roma, es eterno.