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Un Fin de Semana en la Montaña: Risas, Naturaleza y el Valor de la Familia

El sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas cuando llegamos a la cabaña. Después de un viaje de casi tres horas, con los niños emocionados en el asiento trasero y María cantando sus canciones favoritas, por fin estábamos allí. El aire fresco y limpio nos envolvió al bajar del coche, y en cuanto pisamos la hierba, sentí que habíamos dejado atrás el ruido de la ciudad para sumergirnos en un rincón de paz.

La cabaña era sencilla pero acogedora, con una chimenea de piedra y un gran ventanal que nos regalaba una vista espectacular del valle. Los árboles altos se mecían con el viento, y el sonido del río cercano añadía un toque de magia al ambiente.

Mientras María y yo descargábamos las mochilas, los niños salieron corriendo al bosque como pequeños exploradores. Sus risas resonaban entre los árboles mientras jugaban a perseguirse, saltando sobre troncos caídos y recogiendo piedras brillantes del suelo.

—¡Papá, ven a ver esto! —gritó el mayor, señalando un sendero que se perdía entre los pinos.

No tardamos en seguirlos, y pronto estábamos caminando por un sendero cubierto de hojas secas. A cada paso, descubríamos algo nuevo: un nido escondido entre las ramas, una ardilla observándonos desde la distancia, hongos de colores creciendo al pie de los árboles. María caminaba a mi lado, su sonrisa reflejaba la tranquilidad que solo la naturaleza podía darnos.

Llegamos a un claro donde el sol se filtraba entre las hojas, formando manchas doradas sobre la hierba. Los niños encontraron un pequeño arroyo y, antes de que pudiéramos detenerlos, ya estaban metidos hasta las rodillas en el agua helada, chapoteando y lanzándose gotas unos a otros.

—¡Vamos a construir un puente de piedras! —dijo el más pequeño, recogiendo guijarros con las manos.

María y yo nos sentamos en una roca cercana, observándolos mientras trabajaban juntos, con la seriedad de verdaderos ingenieros. En ese momento, sentí lo afortunado que era. La vida, con sus prisas y responsabilidades, a veces nos arrastra sin dejarnos disfrutar de lo esencial. Pero allí, en medio de la montaña, todo parecía perfecto: el sonido del agua, el aroma a pino, la risa de mis hijos y la mirada cómplice de María.

Al caer la tarde, regresamos a la cabaña. Encendimos una fogata y nos sentamos alrededor, envueltos en mantas, compartiendo historias y asando malvaviscos. Los niños, con los rostros iluminados por el fuego, escuchaban atentos mientras les contábamos anécdotas de nuestra infancia.

—Cuando yo tenía tu edad, también pasaba los fines de semana en la montaña con mis padres —les dije—. Y ahora, estar aquí con ustedes es uno de los mejores regalos que la vida me ha dado.

Esa noche, mientras el viento susurraba entre los árboles y la luna iluminaba el valle, me acosté con la certeza de que ese fin de semana quedaría grabado en nuestra memoria. No necesitábamos grandes lujos ni planes complicados. Solo necesitábamos estar juntos, rodeados de naturaleza, creando momentos que algún día, cuando los niños crecieran, recordaríamos con una sonrisa.