El sol estaba en su punto justo, comenzando su descenso hacia el horizonte, cuando llegué a la playa. El sonido de las olas rompiendo en la orilla y la brisa salada en el aire me dieron la bienvenida. No había nada como esa sensación: la de dejar todo atrás y sumergirme en el presente, solo yo, el mar y mi tabla.
El agua estaba perfecta, con olas largas y consistentes que invitaban a deslizarse sobre ellas. Me ajusté el leash al tobillo, respiré hondo y corrí hacia el mar, dejando que el agua fría despertara cada fibra de mi cuerpo. Con cada remada, sentía cómo la conexión con el océano se hacía más fuerte, como si el ritmo de las olas marcara el compás de mi respiración.
Después de unos minutos esperando el set perfecto, lo vi venir. Una ola prometedora se alzaba en el horizonte, su cresta blanca brillando con la luz dorada del atardecer. Giré la tabla, comencé a remar con fuerza y, en el momento justo, me puse de pie.
La sensación fue indescriptible. Deslizarme sobre la ola, sintiendo su energía bajo mis pies, era una mezcla de adrenalina y paz. Cada segundo parecía extenderse en el tiempo, y por un instante, todo desapareció: no existían preocupaciones, ni el ruido del mundo exterior, solo el presente absoluto, la velocidad, el viento golpeando mi rostro y la danza perfecta con el mar.
Después de varias olas, me dejé caer en la espuma y floté sobre el agua, mirando el cielo teñido de tonos naranjas y rosados. Respiré profundamente, disfrutando de ese momento de calma tras la intensidad del surf. No importaban los desafíos del día, ni lo que vendría mañana. Allí, en medio del océano, todo tenía sentido.
Regresé a la orilla con la tabla bajo el brazo, los músculos cansados pero el alma recargada. Otra tarde perfecta en el mar, otro recuerdo grabado en mi piel como la sal tras las olas. Porque al final, surfear no es solo un deporte, es una forma de vivir, de sentir la libertad en su estado más puro.